UN DIOS QUE TRANSFORMA A TRAVÉS DE LA PALABRA
Todo cristiano ha experimentado, en algún momento de su caminar, aquella incertidumbre que hace preguntarse: ¿Realmente Dios habla?, ¿Cómo habla Dios? Y, como católicos encontramos varias respuestas a estas preguntas; la primera de ellas es que efectivamente Dios habla, y habla a su Iglesia desde dos principales fuentes: la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición.
En este artículo queremos resaltar la grandeza e importancia de este magnífico compendio de la historia de la Salvación; la Biblia.
«La Biblia nos comunica de modo inmutable la Palabra del mismo Dios. La Iglesia la ha venerado siempre al igual que al Cuerpo mismo del Señor, ya que, sobre todo en la liturgia, no cesa de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo.» (Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, nº 21)
Es así como podemos confirmar que Dios habla, es así como vemos materializado el amor que Dios nos tiene. Tan grande es ese amor que, al resucitar y ascender a los cielos, no quiso dejarnos en el aire; él nos dejó su Palabra, él se quedó con nosotros en la Eucaristía para fortalecernos y, además, se quedó con nosotros en la Palabra para aconsejarnos, para interpelarnos, para dejar constancia (aunque no lo necesite), de todo el bien que hizo, que ha hecho y que seguirá haciendo por nosotros sus hijos.
Esta Palabra que nos dejó, inspirada por el Espíritu Santo, es Palabra que transforma todos los ámbitos de la vida, y en este aspecto no podemos dejar de afirmar y de alegrarnos al decir: ¡Qué bien le ha quedado el nombre! pues ella es, con mucha razón, una biblioteca.
Palabra que libera.
Tal es el poder y la fuerza de la Palabra de Dios que el mismo Jesús la utiliza para resistir al demonio y a sus tentaciones mientras ayunaba en el desierto. Bastó el «apártate, Satanás, porque está escrito: al Señor tu Dios adorarás y solo a él darás culto.» (Mt 4, 10), para que el demonio dejara en paz a Jesús.
De esta forma, el Hijo de Dios nos deja un ejemplo claro de cómo la Palabra tiene la fuerza y el poder para callar al tentador, de liberarnos de las tentaciones para mantenernos en gracia y en la voluntad divina. Seríamos tontos y hasta ilusos si creemos que con nuestros propios medios somos capaces de hacer frente a las tentaciones que nos acechan y al «demonio que como león rugiente ronda buscando a quién devorar». (1 Pe 5, 8)
Palabra que profetiza.
El Antiguo Testamento nos ofrece un amplio camino de cómo los profetas, para anunciar el mensaje de Dios y denunciar las maldades del Pueblo de Israel, se valieron de las Sagradas Escrituras.
La cultura judía, por ejemplo, se ha caracterizado por transmitir el mensaje de la Palabra de Dios generación tras generación, según el mandato del Señor en el Éxodo al ser liberados de la esclavitud en Egipto. Asimismo, el Ángel Gabriel, al anunciar a María, la encarnación del Hijo de Dios, «cumple el oráculo del Señor por medio de la profecía: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán el nombre Enmanuel.» (Mt 1, 22-23) Es, por tanto, además de profética, una palabra que revela al mundo el amor de un Padre que envía a su Hijo a redimirnos.
Palabra que interpela.
Todo aquel que ha tenido un encuentro profundo con la Escritura, puede afirmar con autoridad que no siguió siendo el mismo cristiano que antes de escudriñarla. Es este el poder de Dios manifestado en la Biblia. Es como probar un alimento que, en muchas ocasiones, sabe amarga al principio; nos aturde, nos cambia los planes, nos quita las vendas de los ojos, nos hace arrugar la cara, pero que se va volviendo dulce y nutritiva. Y es que muy bien lo llegó a afirmar san Pablo inspirado por el Espíritu Santo: «La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo.»
Y por esta misma razón, la Biblia es una Palabra que no cansa, no aburre, y muy importante, no decepciona. Porque su mensaje se actualiza a cada instante y nos hace repetir y hacer nuestras las palabras de Santa Teresita: «Más me vale leer mil veces los mismos versículos (del Evangelio) porque cada vez les encuentro un sentido nuevo.»
Palabra que fomenta la comunión.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra que Felipe, en un momento de acogida al Espíritu Santo, fue enviado a una caravana en la que iba un eunuco leyendo las Escrituras en el libro del profeta Isaías, pero sin entender lo que leía. Felipe pregunta al eunuco si comprende a lo que este responde: ¿Cómo entenderé si no hay quien me explique? Acto seguido Felipe le explicó y finalmente el eunuco decidió bautizarse; porque se sintió parte de la comunidad.
Así es que, constantemente la Palabra nos inserta en una comunidad de hermanos que están tan sedientos como nosotros por saborear las delicias del amor de Dios manifestado en su Palabra.
Este mismo pasaje nos hace entender que si nuestra lectura de la Palabra nos lleva a alejarnos de la comunidad eclesial, probablemente es porque no estamos dejando que el Espíritu Santo hable por medio de la letra.
San Juan Eudes y la Biblia.
Nuestro santo fundador nos ha legado un amor inmenso a la Biblia; toda su teología, todas sus obras huelen fuertemente a Escritura Sagrada. De hecho, san Juan Eudes se vale de dos fuentes principales para escribir a los de su época: La Biblia y los Padres de la Iglesia.
Además, lo considera algo tan importante que, al hablar del cuarto fundamento de la vida cristiana (la oración), considera que leer asiduamente las Sagradas Escrituras es una forma piadosísima y efectiva de oración.
Brota de sus obras un tinte especialmente paulino al citarlo cantidades de veces. Lo que nos hace saber, decir y pensar que, la Biblia, este alimento divino, es de las mejores y más fundamentales armas de que se vale (y debe valerse) el cristiano para enfrentar con valentía los retos que diariamente presenta el mundo y para seguir caminando hacia la meta a pesar de las pruebas que se nos presenten.
Construir el cielo en la tierra es, finalmente, hacer vida lo que san Pedro escribió: «Si alguien habla, que sean palabras de Dios.»